jueves, octubre 13, 2011

Steve Jobs intimo



La saga de Steve Jobs es el mito de la creación de la revolución digital con mayúsculas: poner en marcha en el garaje de los padres y convertirla en la compañía más valiosa del mundo. Aunque no inventó muchas cosas de cero, Jobs era un maestro para combinar ideas, arte y tecnología de maneras que, repetidamente, inventaron el futuro.

Diseñó la Mac después de advertir el poder de las interfaces gráficas de un modo que se le escapó a Xerox, y creó el iPod después de comprender la felicidad de tener mil canciones en el bolsillo como nunca pudo hacerlo Sony, que tenía todos los activos y la herencia. Algunos líderes crean las innovaciones por ser buenos para ver la perspectiva general. Otros lo hacen dominando los detalles. Jobs hacía ambas cosas, implacablemente.

Como resultado de ello, revolucionó seis industrias: las computadoras personales, las películas animadas, la música, los teléfonos, las tablets y la edición digital. Mientras hacía todo esto, no sólo creó productos transformadores sino también, en un segundo intento, una compañía perdurable, dotada de su ADN, que está llena de diseñadores creativos e ingenieros temerarios que podrían llevar adelante su visión.



Jobs se convirtió así en el más grande de los ejecutivos empresarios de nuestra era, el que con más seguridad será recordado de aquí a un siglo. La historia lo colocará en el panteón junto a Edison y Ford. Más que ningún otro hombre de su tiempo, fabricó productos que eran completamente innovadores, combinando el poder de la poesía y los procesadores. Con una ferocidad que podía hacer de trabajar con él algo tan perturbador como estimulante, también construyó una compañía que, al menos durante un lapso del mes pasado, fue la más valiosa del mundo.



A comenzos del verano de 2004, recibí un llamado telefónico de él. Había mantenido una amistad algo dispersa conmigo a lo largo de los años, con ocasionales estallidos de intensidad, en especial cuando lanzaba un producto nuevo que quería ver en la portada de Time o presentado en CNN, lugares donde yo había trabajado. Pero ahora que ya no estaba en ninguno de los dos, no sabía mucho de él.

Hablamos un poco sobre el Instituto Aspen, al que yo había ingresado hace poco, y lo invité a hablar en nuestro campus de verano en Colorado. Iría con todo gusto, me dijo, pero no para estar sobre el estrado. Quería, en cambio, dar un paseo para que pudiéramos hablar.




Me pareció algo extraño. Yo todavía no sabía que hacer largas caminatas era su forma predilecta de tener una conversación seria. Resultó que quería que yo escribiera una biografía suya. Yo acababa de publicar una deFranklin y estaba escribiendo otra de Einstein, y mi primera reacción fue preguntarme, mitad en broma, si Jobs se veía como el sucesor natural de esa secuencia. Como suponía que él aún estaba en medio de una carrera oscilante a la que le quedaban muchos altibajos, puse reparos. “Ahora no”, le dije. “Quizá en una década o dos, cuando te retires”.



Pero más tarde me di cuenta de que me había llamado justo antes de que lo operaran de cáncer por primera vez. Mientras lo observaba luchar contra esa enfermedad, con una intensidad impresionante combinada con un romanticismo emocional sorprendente, llegué a verlo como alguien profundamente admirable y me di cuenta de hasta qué punto su personalidad impregnaba los productos que creaba.

Sus pasiones, su perfeccionismo, sus demonios, sus deseos, su arte, sus diabluras y su obsesión por el control estaban íntimamente relacionados con su enfoque de los negocios, y entonces decidí tratar de escribir su historia como un caso práctico de creatividad.



La teoría del campo unificado que liga la personalidad de Jobs con sus productos comienza con su rasgo más saliente: su intensidad. Era evidente ya en la escuela secundaria. Para entonces, ya había iniciado sus constantes experimentos con dietas compulsivas –generalmente sólo de frutas y verduras– de modo que era delgado y enjuto. Aprendió a mirar a la gente sin pestañear y perfeccionó los largos silencios interrumpidos por andanadas entrecortadas de veloces comentarios.



Esa intensidad alentó una visión binaria del mundo. Sus colegas hablaban de la dicotomía héroe/imbécil; uno era una cosa o la otra, a veces en el mismo día. Lo mismo valía para los productos, las ideas e incluso la comida: algo era “lo mejor del mundo” o “una porquería”. Podía paladear dos paltas y declarar que una era la mejor que se hubiese cultivado y la otra incomible.

Se consideraba un artista, lo que le dio una gran pasión por el diseño. Mientras construía la Macintosh original, a comienzos de 1980, insistía en que el diseño fuera más “amigable”, un concepto ajeno a los ingenieros de hardware de computación en aquella época. Su solución fue hacer que la Mac evocara un rostro humano, e incluso hizo que el borde superior de la pantalla fuera siempre delgado para que no se pareciera a la cara de un Neanderthal.



Cuando él y su colaborador en el diseño, Jony Ive, construyeron la primera iMac en 1998, Ive decidió que tuviera una manija en la parte superior. Era más humorística que funcional: esa era una computadora de escritorio. No muchos iban a trasladarla de un lugar a otro. Pero comunicaba que uno no tenía que tenerle miedo a la máquina, que podía tocarla y ella responderia Los ingenieros objetaron que haría subir el costo, pero Jobs ordenó que se hiciera.



Su búsqueda de la perfección lo llevó a la compulsión por que Apple tuviera el control total de cada producto que fabricaba. A la mayoría de los fanáticos de la computación les gusta adaptar a su gusto, modificar y enchufar diversas cosas a sus computadoras. Para Jobs, eso era una amenaza.

Su socio original, Steve Wozniak, no estaba de acuerdo. Quería incluir ocho ranuras en la Apple II para que los usuarios pudieran conectar todos los periféricos y tableros de circuitos que quisieran. Jobs aceptó de mala gana. Pero años después, cuando construyó la Macintosh, Jobs la hizo a su manera. No había ranuras ni puertos adicionales, e incluso usó tornillos especiales para que los aficionados no pudieran abrirla y modificarla.


El afán de control de Jobs hacía que le diera urticaria, o algo peor, cuando veía el maravilloso software de Apple ejecutándose en el asqueroso hardware de otra compañía, y también era alérgico a la idea de que aplicaciones o contenido no aprobados contaminaran la perfección de un dispositivo Apple. Su capacidad para diseñar un sistema unificado le permitía imponer simplicidad. El astrónomo Johanes Kepler dijo que “la naturaleza ama la simplicidad y la unidad”. También las amaba Steve Jobs.



En un mundo lleno de dispositivos aparatosos, software complicado e inescrutables mensajes de error, la insistencia de Jobs en un enfoque integrado consiguió productos asombrosos que se caracterizan por una deliciosa experiencias: usar un producto Apple podía ser tan sublime como caminar por uno de los jardines zen de Kyoto que Jobs amaba.

Hace unas semanas, visité a Jobs por última vez en su casa de Palo Alto. Se había trasladado a un dormitorio de la planta baja porque estaba demasiado débil para subir y bajar las escaleras. Cierto dolor lo tenía acurrucado pero su mente seguía siendo aguda y su humor vibrante. Hablamos de su infancia y me dio algunas fotos de su padre y su familia para que las usara en mi biografía. Como cronista, yo estaba acostumbrado a ser imparcial pero, cuando traté de despedirme, me asaltó la tristeza.

Para ocultar mi emoción, le pregunté por qué, durante cerca de cincuenta entrevistas y charlas lo largo de dos años, había estado tan dispuesto a abrirse para un libro cuando por lo general era tan reservado? “ Quería que mis hijos me conocieran” , me dijo. “No siempre estuve cerca de ellos, y quería que supieran por qué y que entendieran lo que hice.”
  articulo sacado de: www.clarin.com

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