En un interesante artículo de la Photo Magazine, publicada por la Editora Photos, Rick Arruda habló sobre Instagram, sus y la “fiebre” en que se transformó entre fotógrafos (inclusive profesionales), seducidos por las decenas de efectos que se puede aplicar a las producidas con el iPhone. Estamos frente un fenómeno, no cabe duda. Es fácil constatar su impacto con solo mirar la página de Facebook y de otras redes sociales. Esto ha permitido popularizar aún más la fotografía, de hacer de ella prácticamente un juguete, además de dar respuesta a la increíble necesidad de mucha gente de exhibir momentos de su vida cotidiana, por más banal que estos sean.
Todo esto me parece interesante, y hasta me gusta alguna que otra foto que veo por ahí. Sin embargo, considero que hay que prestar atención con ciertos asuntos para no transitar un camino indeseado. Quiero aclarar que no estoy contra la tecnología, pero las centenas de comentarios que leo sobre estas fotos me dejan con la “pulga detrás de la oreja”. Imágenes banales, con encuadramientos que dejan bastante que desear y temas pocos atractivos, entre otros problemas, reciben los más eufóricos elogios después que pasan por uno o más filtros. Desconozco si eso es una característica de las propias redes sociales (en que se elogia mucho y se discute poco) o una especie de ceguera colectiva, provocada por el exceso de imágenes en que estamos sumergidos. Lo que observo es que fotos absolutamente fútiles, sin nada de interesante para mostrar, se transforman (después de convertidas en “vintage”, ganar aberraciones cromáticas u otro de los tantos efectos posibles) en obras primas. Status que, en materia de fotografía, definitivamente no merecen.
Es un fenómeno parecido con las Lomo, aquellas cámaras rusas que, por ser tan malas, daban resultados diferentes e impredecibles en algunos casos. Sin embargo, ganaron una legión de adeptos, fascinados con los colores mal registrados, la falta de foco, las imágenes movidas unas sobre otras, en definitiva, todos los defectos que darían escalofríos a cualquier fotógrafo cuidadoso con su trabajo. Ellas fueron manía justamente porque producían aberraciones fotográficas, y donde el error formaba parte del juego. Justamente, la gracia estaba en las “sorpresas” que se descubrían al revelar la película.
En el caso de estos filtros para el iPhone, el asunto es todavía más grave porque estas transformaciones son realizadas después del disparo, delante del computador, acompañando paso a paso el resultado de la(s) experiencia(s). Y, después de colocadas en la red, reciben aplausos casi generalizados, dando la impresión que son las nuevas perlas de la fotografía, faltando apenas enviarlas directo para las paredes o colecciones de museos consagrados.
Repito, no es una cuestión de estar contra los avances tecnológicos, o de purismo. Yo uso programas de tratamiento en algunas fotos, ya sea para una limpieza aquí, un recorte por allá, o hasta para acentuar algún color. Pero no creo que éstos u otros recursos agreguen algún valor extraordinario a mis imágenes. No porque manipule las imágenes o agregue algún efecto transcendental voy a elevar el nivel de mis fotos.
La cuestión es el riesgo de abusar de los efectos para dejar las fotos “diferentes” (ni siquiera eso, ya que todos el mundo tiene acceso a los mismos filtros) y olvidarse de intentar buscar imágenes creativas, momentos curiosos, encuadramientos armónicos. En definitiva, todo aquello que vemos en las obras de los grandes genios de este arte que tanto admiramos. “Fotografío y después veo lo que hago con la imagen”, esa parece ser la línea de raciocinio de este personal.
Evidentemente, es posible crear óptimas imágenes con estos aparatos. Conozco grandes fotógrafos que están usando este sistema con mayor frecuencia. Pero las fotos que ellos hacen son buenas justamente porque ellos son grandes fotógrafos, y no porque aplican un efecto en particular. Las propias imágenes que ilustran el artículo de Arruda son un claro ejemplo de ello: se siente el “ojo” por detrás de la cámara, el juego de luz y sombra, la elección de los temas, hasta la hora ideal del disparo. Los efectos son una especie de toque final, como la cereza encima de la torta: si la torta está bien, mejora; pero si no está en el punto exacto y/o con los ingredientes necesarios, por mejor que sea la cereza, el resultado será malo.
De esta manera, propongo una especie de retorno a los orígenes. Apostar más en la fotografía en sí y menos en el uso exagerado de estos trucos digitales. Dejar la capacidad de asombro para las fotos que realmente merezcan una distinción (hay muchas por ahí) y concentrar nuestra energía en las decenas de buenas imágenes que se ofrecen a nuestros ojos en cada esquina y que no precisan de ningún efecto para emocionar o encantar. O correremos el riesgo de una próxima versión del Photoshop o del iPhone veng con la función “genio”: bastará apretar un botón y su foto se transformará automáticamente en una obra de arte. Entonces, tendremos un mundo repleto de Bressons, Salgados, Kordas, Cappas, unos elogiando a otros y creando, en cada disparo, fotos emblemáticas.
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